lunes, 13 de junio de 2016

LIbertad de enseñanza, ¿para quién?

Libertad de enseñanza, ¿para quién?

         De nuevo, la disputa sobre la financiación de los centros privados ha saltado a la palestra con motivo de la política educativa que se está aplicando en la Comunidad Valenciana. Recientemente, José Antonio Marina  -quien parece haberse convertido en la principal fuente inspiradora de las posibles veleidades reformistas del actual Ministerio de Educación- saltaba a la palestra considerando obsoleto y, en consecuencia, innecesario tal debate. Su texto contiene una serie de afirmaciones que requieren alguna que otra matización.

         Al comienzo de su artículo, Marina afirma que el único pacto educativo conseguido recientemente en España es el del artículo 27 de la Constitución. Cierto es que tal pacto existió. Sin embargo, no fue más allá de dejar las espadas en alto, puesto que ya al mismo tiempo que se consignaba este acuerdo, la derecha de aquel entonces –básicamente la UCD de Adolfo Suárez- había sacado a la luz el proyecto de ley de lo que en la primera legislatura constitucional, en 1980, sería el Estatuto de Centros Escolares –LOECE-, el cual fue poco menos que laminado tras su paso por el Tribunal Constitucional. Por tanto, poco duró la alegría –si es que hubo alguna vez tal sentimiento- del consenso.

         Marina recuerda que existe –y así lo consagra nuestra Constitución- la libertad de enseñanza, la cual comporta, según sus propias palabras, el derecho de que “los padres elijan el modelo de educación de sus hijos”. Hasta aquí de acuerdo. Sin embargo, lo que se pretende por parte de los defensores de la libertad de enseñanza es que el Estado se haga cargo de la financiación de tal elección. Esto, dicho de este modo y sin más matizaciones, sería una locura. Ningún Estado puede asumir este compromiso. De ser así, en una misma localidad –incluso de pequeño tamaño- habría que sostener, llegado el caso, una escuela para los Testigos de Jehová, otra para los musulmanes, otra para los católicos y así hasta llegar a cubrir todas las posibles confesiones religiosas –siempre y cuando la religión sea equivalente al modelo de educación-. No obstante, y esto conviene subrayarlo, lo que dice nuestra Constitución (art 27.3) es que los “poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, lo que, en la práctica, se ha traducido en la posibilidad de elegir o no la clase de religión. Por tanto, debe quedar absolutamente claro que el Estado no está obligado a financiar centros privados.

         De paso, Marina nos obsequia con la idea que la libertad de enseñanza consiste, en primer lugar, en la posibilidad de que “los ciudadanos abran centros educativos”. Sin duda, pueden hacerlo. De hecho, algún centro creado por ciudadanos –como el Trabenco de Leganés- se incorporó a la red pública cuando España se convirtió en una democracia.  Sin embargo, en la práctica la inmensa mayoría de los centros concertados son de la Iglesia –en sus muy diferentes manifestaciones- o de empresas privadas.

         El actual sistema de conciertos –de financiación pública de la escuela concertada-, señala Marina, procede de la LODE, aprobada en 1985. A renglón seguido, indica lo siguiente (la negrita corresponde al original):

El Estado financia centros educativos de titularidad privada, siempre que se adecúen a las condiciones fijadas por las leyes. Hay dos fundamentales: tienen que ser gratuitos y tener los mismos criterios de admisión que las escuelas públicas.

         Marina parece obviar el que sin duda fue el principal elemento y, en definitiva,  el caballo de batalla de las diferentes plataformas pro-libertad de enseñanza: el Consejo Escolar de centro. La derecha no dudó en considerar que las competencias de este órgano equivalían a la configuración de un sistema autogestionario, especialmente en el caso de los centros concertados. En todos los centros sostenidos con fondos públicos –es decir, los estatales y los concertados-, el máximo órgano de gestión y control  es el Consejo Escolar. En el caso de los concertados asume las competencias  de elegir al director del centro propuesto por el titular (y, de no haber acuerdo, de entre una terna igualmente propuesta por el titular), contratar y despedir al profesorado y supervisar el proceso de matriculación de nuevos alumnos. Un Consejo con estas competencias podría propiciar tanto la paulatina contratación  de  un profesorado como el acceso de un alumnado poco o nada identificados con el ideario del centro. Finalmente, y tal y como explico en otro lugar, todo quedó en agua de borrajas –tanto para los centros públicos como los concertados- y, de un modo u otro, las competencias –especialmente para el caso de padres y alumnos- de los Consejos Escolares han sido ninguneadas de múltiples maneras por las entidades titulares en los concertados y por el corporativismo del profesorado en los públicos.

         A partir de aquí resulta difícil entender el desdén de Marina sobre este debate. Esto es lo que dice:

De la documentación revisada se desprende que la mayoría de los enfrentamientos que dificultan el acuerdo son muy viejos. Eso es malo, porque los avatares históricos añaden capas de complejidad, agravios, derrapes, malentendidos, que dificultan el tratamiento riguroso de los problemas

         Esto mismo, se me ocurre, es lo que podría haber dicho la nobleza antes de la Revolución Francesa para oponerse a las ansias de cambio de la mayor parte de la población. El hecho de que un problema no se haya resuelto desde hace muchos años no tiene por qué impedir que sea abordado rigurosamente.

Para rematar la faena, no tiene desperdicio este argumento, más bien frailuno, consistente en el fácil recurso a fuentes de autoridad.

De hecho, como han reconocido dos prestigiosos sociólogos de la educación -Julio Carabaña y Mariano Fernandez-Enguita-,  la polémica pública/concertada es anticuada.

         Llegados aquí, ¿qué cabría hacer? Nos guste o no, los centros concertados ofrecen una opción que satisface a más de una cuarta parte de las familias españolas. Los centros concertados, a diferencia de los públicos, tienen la posibilidad de contar con un profesorado relativamente afín, lo que es la base de cualquier proyecto educativo. En los centros públicos, una singular interpretación de la libertad de cátedra permite que cada profesor ponga en práctica su particular proyecto educativo, de modo que en este caso más que promover la libertad de elección de centro lo que habría que impulsar es la libertad de elección del profesor por parte de los alumnos y/o de sus familias. Tal y como están las cosas, y salvo las escasas consabidas excepciones, no existe libertad de elección de centro público –más allá de matricular a los hijos en este o aquel centro- puesto que el tipo de educación que reciban los alumnos dependerá de los profesores que le caigan en suerte (algunos, sin duda, muy buenos, pero esto no está ni mucho menos garantizado). Mientras que en la escuela pública no se tenga claro que el centro es una organización y no un mero agregado de profesores, el discurso de la libertad de enseñanza seguirá resultando atrayente (véase en este vídeo –en torno al minuto seis- el sinsentido de la elección de centro en un país –Finlandia- en el que los centros públicos son excelentes).  
        
Antes de avanzar, un aviso para navegantes. Desde la derecha educativa se está planteando –como explican Patricia Villamor y Miriam Prieto en este interesante artículo publicado en la cada vez más relevante Revista de la Asociación de Sociología de la Educación- una ficción de elección escolar. En el caso de la Comunidad de Madrid, esta publicita como criterios de elección de centro los programas que ella misma promueve, obviando los proyectos que autónomamente pudieran elaborar los propios centros –por ejemplo, trabajar sin libros de texto-. Que esto lo haga una administración que presume de liberal –como se encarga de anunciar a los cuatro vientos la maverick Aguirre-, clama al cielo.
        
         La mejor solución sería dar cumplimiento a lo que ya planteó Maravall  en la tramitación parlamentaria de la LODE: centros públicos y concertados forman parte a igual título de la red pública de escolarización. Este es uno de los graves problemas de este país: se hace una ley pero luego no hay instancias que se encarguen de hacerla cumplir. ¿Qué pueden hacer un padre y una madre que acuden a matricular a su hijo en un centro concertado en el que les indican que hay que abonar –lo quieran o no- una cuota mensual? ¿O que el centro es católico y todos tienen que acudir a clase de religión? Los centros concertados se las han apañado para tener el tipo de público que desean. En su inmensa mayoría, cobran a las familias –lo quieran estas o no, tal y como se puede ver en este vídeo- una cuota mensual que como mínimo supera habitualmente los 80€. Desde los centros concertados se aduce que sin esa cuota no podrían funcionar. Como el Estado no les concede la cuantía que precisan, resulta más fácil conseguirla echando mano del bolsillo de las familias, lo que de paso les permite conformar una clientela socialmente homogénea. Esto se refuerza con el uso endogámico del punto de libre asignación en las solicitudes de matrícula para favorecer a los hijos de antiguos alumnos, lo que se explica en este reciente artículo.

         En definitiva, no resulta socialmente tolerable que los centros concertados escolaricen –incluso en las mismas zonas- a un porcentaje significativamente menor de niños de minorías étnicas o de bajo estatus socioeconómico que los centros públicos. De seguir haciéndolo así, no habría justificación para que continúen recibiendo subvenciones estatales. 

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