lunes, 2 de noviembre de 2015

¿Cómo acabar de una vez por todas con los deberes? O, por los menos, racionalizarlos.

El debate sobre el exceso y la irracionalidad de los deberes en nuestro país va cobrando cada vez más fuerza (tal y como se puede ver en este extraordinario vídeo de poco más de tres minutos). Con el tipo de escuela que tenemos y con la manera en que suele enseñarse en ella, es poco menos que imposible que mengüe el tiempo dedicado a los deberes y que estos realmente sean de utilidad. Se me ocurren, como mínimo, dos alternativas a la situación actual.

La más simple consistiría en aprovechar al máximo el tiempo escolar, dejando para el extraescolar actividades que o bien se hacen dentro del aula o, sencillamente, no se realizan. Si -como parece- hay un problema de falta de tiempo, algunas de las tareas que se acometen dentro del horario escolar (buena parte de ellas agrupadas bajo el rótulo de complementarias), como leer en silencio al comienzo de la mañana en Primaria, el visionado de películas, la asistencia a exposiciones u obras de teatro y otras actividades similares, sería mejor –e incluso aconsejable- hacerlas fuera del horario escolar.

En mi opinión, la escuela debería tratar de organizar una parte sensata del tiempo extraescolar. Todo alumno –sea de Primaria o de Secundaria-, al igual que cada adulto, debería reservar parte de su tiempo –qué menos de una hora diaria para los más pequeños y bastante más en Secundaria- a la lectura de libros y de prensa generalista. Lo habitual es que la lectura de libros se concentre de modo absurdamente exclusivo en obras literarias. Además de estas, nuestros estudiantes deben leer libros científicos (de historia, de matemáticas, de ciencias sociales, de arte, de astronomía), biografías, memorias, etc. Igualmente se debe promover, en todos los tramos de edad, la lectura de prensa generalista. Obviamente, habría que seleccionar, en función de la edad, el tipo de artículos a los que prestar atención (parece claro que un texto de Paul Krugman sobre el multiplicador fiscal no sería muy aconsejable para alumnos de Primaria, aunque quién sabe). En definitiva, se trataría de que el alumnado fuese capaz de buscar información y de generar conocimiento por sí mismo, de manera que esto se pudiera contrastar con lo que se ve en las aulas. Sin duda, esto significa negociar el poder omnímodo del que actualmente dispone el profesor en el aula: una suerte de “dictador” de verdades indiscutibles (que, además, ya se conocen de antemano).

La mayor parte de las actividades complementarias, o quizás todas, se pueden hacer fuera del horario escolar. ¿Es que no pueden ver los estudiantes por su cuenta una película incluida en la programación curricular en su casa, o en el centro cultural del barrio, con sus amigos o sus familiares? ¿Por qué destinar varias horas lectivas a una actividad que además suele implicar interferir en los horarios de otras asignaturas, especialmente en la Secundaria? O, ¿no sería posible que los propios padres –o, en su caso, organizaciones de voluntarios- llevasen a sus hijos, y a hijos de otros, a ver una exposición en el Thyssen o que fueran con ellos a recolectar hojas de árboles en el campo? Igualmente tendría cabida la “cultura menos culta”. ¿Qué habría de malo en acudir a ver un partido de fútbol en el Manzanares? De este modo, se promovería una mayor implicación de las familias en la enseñanza y un mayor diálogo entre los estudiantes y sus progenitores.

            Aún nos queda la espinosa cuestión de los deberes. Liberando tiempo intraescolar, estos se podrían hacer en clase. En uno de los centros de Secundaria (el cosladeño IES “Miguel Catalán”) en los que he hecho trabajo etnográfico, los deberes se hacen en los llamados grupos interactivos. Aquí, el aula –en este caso de Primero o Segundo de la ESO- se organiza en pequeños grupos heterogéneos en los que varios adultos –unas madres y/o unos estudiantes de los cursos superiores (desde Cuarto de la ESO a Segundo de Bachiller)- se encargan de que en cada uno de ellos se produzcan interacciones, de manera que quien –o quienes- más sabe de una materia o de un aspecto de ella, enseñe a sus compañeros. Las personas ajenas al aula  no tienen por qué saber sobre el tema que se esté trabajando. Por ejemplo, en una clase de Matemáticas cada adulto se encarga de hacer dos de los diez ejercicios con cada grupo. La profesora titular de la materia circula de mesa en mesa resolviendo las dudas que se puedan plantear los alumnos y explicando cómo se hacen los ejercicios. Los resultados de todo ello son espectaculares y, en general, el rendimiento se ha incrementado notoriamente como se encarga de demostrar el departamento de Orientación con sus periódicos y exhaustivos análisis de las calificaciones.

            Me falta hablar de la segunda opción. Se trata de la clase invertida (flipped classroom). Consiste, básicamente, en que el alumnado aprenda la lección fuera del aula -mediante vídeos y lecturas- de modo que el tiempo lectivo se dedique a aclarar las dudas de lo que se ha visto y leído previamente. La idea me gusta (se está poniendo en práctica en algunos centros privados), pero no sé si resuelve la cuestión del exceso de trabajo de nuestros escolares. En todo caso, es una propuesta que promueve el trabajo autónomo de los estudiantes fuera del aula (ellos deciden si trabajan por su cuenta, en red o presencialmente con sus compañeros) y el cooperativo dentro del aula (resolviendo entre todos, con la imprescindible ayuda del profesorado, las dudas que surjan). Espero, en ulteriores entradas de este blog, ser capaz de aportar más información sobre esta experiencia (sobre todo si me resultara posible visitar algún centro que la lleve a cabo).


            En fin, soluciones hay. Otra cosa es hasta dónde puede llegar nuestra voluntad de resolver los problemas.