lunes, 1 de junio de 2015

Apuntes para una nueva ley educativa

Apuntes para una nueva ley educativa

Parece altamente probable que las formaciones políticas que se han conjurado para derogar la actual ley educativa vigente (la LOMCE: Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa) contarán con mayoría parlamentaria suficiente para hacerlo. Lo fundamental de tal cambio sería conseguir un sistema educativo que garantice una educación de exquisita calidad para todo el alumnado.
Creo que es fácil convenir en que el principal problema de nuestro sistema educativo es el de las muy altas tasas de fracaso escolar (porcentaje de alumnos que no consigue el título de Educación Secundaria Obligatoria –la ESO-) y de abandono escolar temprano (tanto por ciento de jóvenes que no ha alcanzado una credencial de secundaria superior, es decir, Bachillerato o Ciclos Formativos de Grado Medio) y el tremendo clasismo de ambas.
La LOMCE trata de resolver el problema del abandono –el del clasismo, al no estar ni  siquiera en su punto de mira, lo agrava- rompiendo con el carácter comprensivo de la ESO, y para ello crea dos itinerarios en este nivel educativo dirigido al alumnado con bajo rendimiento: el derivado de los programas de mejora del aprendizaje y del rendimiento a partir de los catorce años y la Formación Profesional Básica desde los quince. Esta ley recurre al subterfugio de que hay que atender los diferentes talentos del alumnado, lo que en la práctica se traduce en enviar al de menor rendimiento a una vía educativa de segunda categoría. Hace ya un par de décadas, y a partir de lo observado en las aulas, la investigadora norteamericana Jeannie Oakes describió las enormes diferencias, en términos de contenidos y de expectativas, entre los grupos menos académicos y el resto. Conviene tener presentes varios aspectos fundamentales: en realidad no hay grupos académicamente homogéneos (no a todos se le dan igualmente bien todas las materias de un curso escolar), una vez que un alumno es encasillado en un itinerario de bajo rendimiento es muy difícil que salga de él y resulta poco menos que temerario decidir sobre el desempeño escolar futuro a partir del pasado (especialmente si tenemos en cuenta la enorme plasticidad del cerebro adolescente tal y como explicaba en su último libro el psicólogo Laurence Steinberg).
            Habría que dejar muy claro, y esto debiera ser uno de los núcleos del consenso en torno a una ley educativa, que la ESO es un nivel terminal desde el que se puede optar por el Bachillerato, la Formación Profesional de Grado Medio o por la cada vez menos aconsejable salida al mercado de trabajo. Dado que la ESO es lo mínimo –en realidad, ahora mismo menos de lo mínimo- que todo ciudadano ha de adquirir para no estar en serio riesgo de caer en la marginalidad social, no se termina de entender que nuestro sistema no haga todo lo posible para que prácticamente la totalidad de la población se gradúe en este nivel (como sucede en la mayoría de los países de nuestro entorno). Nada más lejos de mi intención que rebajar la exigencia académica. Antes al contrario, se trata de que todo el mundo alcance el nivel de conocimientos y de competencias exigibles en la educación básica, lo que podríamos llamar el salario escolar mínimo. A diferencia de lo que previsiblemente ocurra aquí, en Francia la prueba externa que se realiza al finalizar la primaria se plantea con el objetivo, no de que haya más suspensos, sino de cerciorarse de que todo el alumnado llegue en buenas condiciones a la secundaria inferior. Nadie debe salir de la ESO con la etiqueta de alumno de Bachillerato o de Formación Profesional. Cada cual debe decidir con entera libertad si estudia una cosa o la otra. Es más, y aunque este debate ya se planteó hace unos años, el Bachillerato debería poder cursarse, si es que así se desea, en varios años al modo de los estudios universitarios. No es de recibo que la repetición de curso conlleve volver a estudiar las asignaturas ya aprobadas.
            Visto desde fuera, resulta difícilmente comprensible la resistencia numantina de importantes sectores del profesorado a que la ESO sea un nivel comprensivo. Buena parte del problema se debe a que, en realidad, y después de todo lo que ha llovido desde que en 1990 se aprobara la LOGSE (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo), seguimos sin tener profesores de la ESO. La que se podría llamar generación de 1977 –año en el que entró en la enseñanza secundaria un enorme contingente de profesores- ha marcado un cierto sesgo elitista en la profesión: la enseñanza secundaria no debe ser para todo el mundo. Al fin y al cabo, se trata de profesores que superaron una oposición para enseñar Bachillerato –el BUP de aquel entonces- a la población escolar que había aprobado la Enseñanza General Básica-. La LOGSE cambió radicalmente las tornas: no solo estaría en los mismos centros y básicamente cursando las mismas asignaturas todo el alumnado hasta los dieciséis años, sino que incluso se ampliaba hacia abajo –desde los doce años- el público de los centros de secundaria. Aquí se ha cometido una temeridad tremenda: nuestros profesores de medias –salvo los que vayan llegando desde el Máster de Formación del Profesorado de Secundaria y quizás los de Educación Física- son especialistas en una disciplina (Matemáticas, Filología, Biología, etc.) pero nada saben, en el momento del acceso a la profesión, sobre qué sea un centro como organización, cómo vincularlo con el entorno, cómo trabajar en equipo, cómo aprenden los adolescentes… Su labor consistiría básicamente en transmitir conocimientos con mayor o menor fortuna. Esto es lo que constató un equipo de la OCDE que visitó diversas escuelas en Canarias en 2012. En el informe resultante de tal estancia se constató que “el estilo de enseñanza de muchos profesores de secundaria sigue siendo el de ponerse de pie frente al resto de la clase y transmitir el contenido de la materia a los alumnos, sin pararse a comprobar si los alumnos entienden”. De acuerdo con el estudio estatal sobre la convivencia, en la secundaria obligatoria, el 34,4% de los estudiantes declara no entender la mayoría de las clases y un alarmante 67,7% indica que estas no despiertan su interés.
Cosas tan elementales, y probadas científicamente una y otra vez en los últimos años, como que los adolescentes aprenden mejor en grupo, se compadecen mal con el predominio de aulas en las que alumnos y alumnas se sitúan en bancos aislados frente al profesor. Una investigación promovida por la empresa Humanyze demuestra que los empleados que hablan más con sus compañeros en los tiempos de descanso son los más productivos.
            A partir de aquí, nadie puede sorprenderse por los escandalosos porcentajes de alumnos repetidores de curso: casi la mitad de los alumnos varones ha repetido al menos un curso a la edad de quince años. Se sabe (y el máximo responsable de los informes PISA, Andreas Schleicher, lo repite cada vez que nos visita) que la repetición es una medida, además de costosísima, inútil, ya que lejos de servir para que el repetidor se recupere, en realidad le aleja cada vez de sus compañeros que siguen adelante. Para colmo, tal y como lo acredita el último informe PISA, un alumno de bajo estatus socioeconómico tiene 3,5 veces más probabilidades de haber repetido curso que los de más alto estatus.
            Casi con total seguridad, las pruebas externas (las de tercero y sexto de Primaria y las que son preciso aprobar para obtener los títulos de la ESO y del Bachiller) van a agravar los problemas del fracaso escolar y del clasismo del sistema. Sin duda, este tipo de evaluaciones podría contribuir a la igualdad, ya que no dependería de la suerte de caer en un colegio u otro  el que se aprenda o no aquello que se considera indispensable haber adquirido en cualquiera de los niveles educativos, o que las notas sean artificialmente más altas (o más bajas). La polémica sobre las bondades de estas evaluaciones data de hace varias décadas. Quizás donde más se han estudiado sus efectos es en los Estados Unidos. Tras años y años de pruebas externas estandarizadas los resultados de este país en los informes PISA no han mejorado. Dependiendo de cómo se configuren, existe el riesgo cierto de que al final se produzca el efecto del teaching to the test (enseñar para el examen), cosa que parece ocurrir en el último curso de Bachiller con la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU). Sin embargo, y pese a los innumerables riesgos de este tipo de pruebas, considero que una evaluación externa (o semiexterna, en la que participasen, en la proporción que la ley estimara oportuna, profesores de dentro y de fuera del centro del que se trate) que no se reduzca a un examen de lápiz y papel sería muy conveniente. Me refiero a una prueba que permitiera comprobar, entre otras cosas, aspectos que señalara el economista Luis Garicano: “un nivel avanzado de confianza en el uso de las matemáticas y la estadística; una capacidad elevada para escribir un argumento, no solo correcto gramaticalmente, sino razonado con claridad y convicción; y un nivel avanzado de inglés”. Para ello, habría que erradicar unas clases que “son demasiado blandas, rutinarias y memorísticas”.
            Si las pruebas externas son de tipo test vamos a consolidar esa escuela en la que prima la repetición de saberes ya conocidos, la memorización pasiva. Llovería sobre mojado. Para percibir esta hipertrofia de lo memorístico-pasivo basta con asomarse a los  libros de texto y a los deberes con que estos y los profesores controlan buena parte del tiempo extraescolar del alumnado. Cualquiera que no sea un autor de libros de texto –o, más bien, del BOE que le sirve de guión- puede fácilmente comprobar la imposibilidad de aprender la mayor parte de cuanto allí se pretende explicar. ¿Nadie es consciente de que no tiene el más mínimo sentido pretender abarcar tantos conocimientos? Los deberes para casa suelen consistir en repetir ejercicios una y otra vez y muchas veces se pierde casi todo el tiempo y energía en la escritura amanuense de sus enunciados.
            ¿Podría ser una solución a los problemas del fracaso y del clasismo que hubiera más escuela pública o que no mengüe la que ya existe, tal y como se plantea desde el frente anti-LOMCE? Pudiera ser, pero tengo serias dudas. La escuela pública que tenemos –a la que más bien habría que llamar estatal-burocrática- no va mucho más allá de certificar el fracaso escolar de los grupos sociales cuyo capital cultural está más alejado del de la escuela –lo que más eufemísticamente el PISA llama grupo de bajo estatus socioeconómico y cultural-. Si alguien acude a un instituto de secundaria muy probablemente se tope con un profesorado que considera que a su centro acude el peor alumnado de su entorno (inmigrantes, clase baja, etc.) y que con él hay poco qué hacer.  Si este es el mensaje, ¿qué tiene de extraño que quien pueda asumir la ilegal cuota mensual de los colegios concertados no se plantee optar por la pública? Si a esto añadimos que en los institutos públicos de secundaria –a los que acuden niños y niñas desde los doce años de edad- el alumnado se va a casa antes de las tres –no suele haber comedor-, poco probable parece que escolaricen a sus retoños aquellas familias cuyos dos cónyuges trabajen a jornada completa. Quizás lo más preocupante para los centros públicos es su casi imposibilidad de configurar equipos docentes estables e identificados con un proyecto educativo (caso de que existiera). El alto porcentaje de funcionarios en expectativa de destino, de interinos y demás es una dificultad casi insuperable. Pero es que, además, a los centros públicos llegan los profesores, no porque se identifiquen con el posible proyecto de centro, sino por su simple deseo a partir de los puntos acumulados por la mera antigüedad y el desempeño de puestos directivos. Obviamente, la privada no cuenta con estos problemas. Y no solo eso, el ejemplo de las escuelas de los jesuitas en Cataluña muestra por dónde debería ir el cambio educativo: globalización curricular, varios profesores en el aula, trabajo en equipo y por proyectos.
La educación obligatoria (aunque aquí también incluiría a la secundaria postobligatoria) ha de tener como objetivo conseguir que prácticamente todos los jóvenes salgan de la escuela convertidos en personas cultas y solidarias, con capacidad para seguir aprendiendo a lo largo de su vida, con interés por la lectura, por las manifestaciones artísticas, por los avances científicos. En definitiva, deberíamos aspirar a que la escuela cree ciudadanos participativos y responsables y trabajadores innovadores. Es preciso aprender a convivir, a amar al prójimo, a respetar a quienes no piensan como nosotros y a participar democráticamente en la vida de la polis.


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