viernes, 26 de diciembre de 2014

Lecciones finlandesas

Pasi Sahlberg (2011) Finnish Lessons. What Can the World Learn from Educational Change in Finland?  Nueva York: Teachers College Columbia University

            Acabo de leer este libro publicado hace ya tres años. Es muy posible que esta sea la mejor obra para conocer de primera mano las claves del éxito del sistema educativo finlandés. En lo que sigue, señalaré qué lecciones se podrían aprender para el caso español.
            Pese a que, a primera vista, se podría tener la impresión de que Finlandia siempre ha sido un país con una población altamente educada, nada más lejos de la realidad. Si bien es cierto que, como ocurre en la práctica totalidad de los países protestantes, la población ya estaba alfabetizada en la segunda mitad del siglo XIX, los resultados que Finlandia obtenía en las evaluaciones internacionales en los años setenta –TIMMS y PIRLS- la situaban a años luz de sus vecinos escandinavos y cerca de países como Perú. Por tanto, el caso de Finlandia pone de manifiesto que es posible cambiar radicalmente y para bien la historia educativa de un país.
            Decía Gil de Biedma que “de todas las historias de la historia, la más triste sin duda la de España”. No creo que, ni de lejos, España ostente récord de tristeza alguno (recuerdo, por ejemplo, haber leído en la prensa que una octogenaria de Crimea decía que, sin haberse movido de su localidad, ha pertenecido a cinco países distintos). En todo caso, la de Finlandia también sería una historia triste: una cruenta guerra civil –más que la española- a comienzos del siglo XX, la cesión de parte del territorio nacional a la Unión Soviética tras la segunda guerra mundial y una tremenda crisis económica en los años noventa por el hundimiento del imperio soviético (sus residentes mejicanos dirían aquello de pobre Finlandia, tan lejos de dios y tan cerca de Rusia).
Finlandia, a diferencia de la turística España, no posee riquezas naturales. Su única riqueza es la de haber optado por contar con una población altamente cualificada. No fue, ni mucho menos, fácil construir un sistema educativo que garantizase el éxito escolar para todos y todas. Cuando se aprobó, a comienzos de los setenta, la extensión del tronco común de escolarización (peruskoulu) hasta el final de la educación secundaria inferior se produjo el mismo tipo de debates que aquí con la LOGSE y la extensión de la enseñanza comprensiva hasta los dieciséis años: ¿no bajará el nivel del alumnado más académico si lo juntamos con el que obtiene peores resultados? La mentalidad conservadora –propia también de mucha izquierda, especialmente en el ámbito docente- dice exactamente lo mismo aquí que allí.
El sistema comprehensivo fue, en buena medida, fruto del consenso político. Sus principales impulsores fueron los partidos de la izquierda –comunista y socialista-. Sorprendentemente, también contó con el apoyo del conservador Partido Agrario, el cual, en principio, no era partidario de la escuela comprehensiva. Su apoyo se debió al posicionamiento favorable de su ala joven, la cual estaba muy preocupada por el pujante proceso de urbanización y la necesidad de que la gente de las zonas rurales llegase a las ciudades con una buena preparación. En la sociedad civil, también hubo apoyos importantes. Tal sería el caso de las asociaciones de profesores de primaria.
En Finlandia se considera que todo el mundo ha de tener éxito en la escuela. De hecho, prácticamente el cien por cien de los jóvenes, obtiene el título de secundaria inferior. No solo es una cuestión de fe: más de la mitad de los escolares ha pasado por actividades de apoyo escolar. La idea es que hay que solucionar los problemas educativos a edades tempranas.
A diferencia de España, Finlandia fue muy consciente de la necesidad de preparar al profesorado de la secundaria inferior para tener que acoger en sus aulas y centros al conjunto del alumnado y no solo al que obtuviera mejores calificaciones. Quizás esta sea la clave más importante: la buena preparación del profesorado. Es sabido que a un estudiante que aspire a formarse como profesor se le exige la misma nota de acceso que a alguien que desee estudiar Medicina. Supongo que no sería excesivamente complicado elevar el nivel de exigencia de entrada a los estudios del grado en magisterio o al máster de formación del profesorado de secundaria. De hecho, recientemente esto es lo que ha ocurrido con el grado en Psicología cuando ha pasado del área de ciencias sociales al de las ciencias de la salud. Entiendo que esto, además, debería llevar a replantearse muy seriamente tanto los contenidos de los planes de formación del magisterio y del profesorado de secundaria (quizás habría que incidir mucho más en la formación práctica e incrementar la presencia de profesores en ejercicio) y en el tipo de profesor de universidad que forma a los futuros docentes. Pienso, sobre todo, en el profesorado del máster de secundaria: ¿no sería conveniente, en la medida de lo posible, buscar profesores con experiencia en el funcionamiento de la secundaria?
Los profesores de Finlandia son profesionales con plena autonomía para delimitar cómo es su proceso de trabajo. En las encuestas realizadas, la principal razón que aducirían los profesores para dejar su trabajo sería que alguien les dijera qué tienen qué hacer. Quizás esto explique que se trate de un país por completo ajeno  a las pruebas externas estandarizadas –como las que la LOMCE quiere introducir en España-. La única prueba externa que existe es la de acceso a la universidad y en ella se busca sobre todo detectar la capacidad de razonamiento de quienes aspiran a entrar en la educación superior. En España, la PAU no va mucho más allá de una prueba de memorización y de repetición de lo ya sabido. Una de las grandes sorpresas de los informes PISA es que la OCDE se encontró con que el país que obtenía mejores resultados era la negación de sus postulados educativos: control de los centros, pruebas externas…
Se podrían citar algunos elementos más, como que el número de horas lectivas es sensiblemente menor que en España y que los escolares finlandeses dedican mucho menos tiempo que sus colegas españoles a la realización de deberes. 
En definitiva, sería deseable tratar de imitar algunas de las prácticas educativas de Finlandia en España. Por lo menos, hay un partido político que dice que su modelo educativo es el finlandés. Sin embargo, el partido que nos gobierna tiene por modelo lo peor del de los Estados Unidos (y así nos va).


martes, 9 de diciembre de 2014

El exorcista de Valladolid

El exorcista de Valladolid

El título de este texto podría parecer el de una película de Mariano Ozores. Sin embargo, y por increíble que parezca, se refiere a una noticia que se ha podido leer en la prensa estos días en la que se da cuenta de que una menor ha sido sometida a trece sesiones de exorcismo a cargo de un exorcista nombrado por el obispo correspondiente. Que se contrate a un exorcista –supongo que incluso se le abonará su “trabajo”- supone que la niña en cuestión ha sido poseída por el diablo. La verdad es que cada cual es libre de creer en lo que quiera (que el diablo nos acosa o que Elvis sigue vivo), pero someter a una menor a esta suerte de aquelarre supera lo tolerable. Cuando creíamos superada la objeción de conciencia de los testigos de Jehová a las transfusiones de sangre a los menores, ahora nos tropezamos con que los padres tienen potestad para someter a sus hijos a este tipo de patrañas.
Con ser esto preocupante, lo es mucho más el hecho de que en este país la inmensa mayoría de los centros educativos concertados –sostenidos con fondos de todos los españoles- se declaran católicos y explicitan en su ideario el derecho de la Iglesia Católica a educar (invito para ello al lector a que escriba en google “ideario de centros educativos”). De acuerdo con la famosa sentencia del Tribunal Constitucional (Sentencia 5/81) en relación a la Ley Orgánica del Estatuto de los Centros Escolares (LOECE),  toda la comunidad educativa debe respetar el ideario del centro limitando la libertad de expresión docente.

La existencia de un ideario... no le obliga... [al profesor] ni  a  convertirse en apologista del mismo, ni a transformar su enseñanza en propaganda o adoctrinamiento, ni a subordinar a ese ideario las exigencias que el rigor científico impone a su labor. El profesor es libre como profesor en el ejercicio de su actividad específica. Su libertad es, sin embargo, libertad en el puesto docente que ocupa, es decir, en un determinado centro y ha de ser compatible por tanto con la libertad del centro, del que forma parte el ideario. La libertad del profesor no le faculta por tanto para dirigir ataques abiertos o solapados contra ese ideario, sino solo para desarrollar su actividad en los términos que juzgue más adecuados y que, con arreglo a un criterio serio y objetivo no resulten contrarios a aquél. La virtualidad limitante del ideario será, sin duda, mayor en lo que se refiere a los aspectos propiamente educativos y formativos de la enseñanza, y menor en lo que toca a la simple transmisión de conocimientos, terreno en el que las propias exigencias de la enseñanza dejan muy estrecho margen a las diferencias de idearios (Fundamento primero).

                A la luz de la legislación vigente, cualquier alumno, padre o profesor de este tipo de centros que dijera públicamente algo en contra del exorcista de Valladolid podría verse metido en un buen lío. El Tribunal Constitucional dice que la virtualidad limitante del ideario será escasa en la simple transmisión de conocimientos. Pero sucede que, pese a que nuestra escuela apenas lo incentiva, a veces el alumnado provoca diálogos e incluso debates en los que cuestiones como estas podrían salir a relucir. ¿Qué diría, en situaciones como esta, un profesor mínimamente respetuoso con el conocimiento científico?  

                En definitiva, como mínimo tres problemas en uno: abuso sobre una menor, una Iglesia –institución de cuya importancia da cuenta su reconocimiento en la Constitución- que alienta supercherías y una parte sustancial del sistema educativo que apoya a esta Iglesia de los exorcistas. 

Los males de nuestra universidad

Los males de la universidad española

Desde hace unos días, el diario El país ha asumido la encomiable tarea de analizar el estado de la universidad española. Cuando se trata del sistema educativo, parece que hay una fuerte propensión a caer en el catastrofismo. La nuestra sería una universidad que no selecciona a sus profesores de acuerdo con el mérito, responde a una estructura de clanes, es endogámica y cada profesor explica lo que le da la gana.  El ejemplo más rotundo de este tipo de análisis es el iracundo artículo de Félix de Azúa publicado el 1 de diciembre. Si hiciéramos caso de lo que aquí se dice, para ser profesor titular o catedrático de universidad bastaría meramente con dorar la peana a los jefes de turno de los diferentes clanes universitarios. Sin embargo, la realidad, al menos en los últimos años, dista de ser así. Para ser profesor, en cualquiera de estos niveles, es preciso haber obtenido la acreditación de una agencia nacional de evaluación (la ANECA). En el caso de las cátedras, la acreditación exige obtener un mínimo de 80 sobre 100 puntos posibles. Lo bueno de la acreditación, con independencia de lo criticable que pudiera ser, es que establece unas reglas del juego que recogen criterios y elementos suficientemente plurales para que todo aquel que haya investigado y publicado, que haya impartido una docencia diversa en diferentes instituciones y que –aunque esto es lo que con diferencia menos se valora- haya participado de la gestión de su universidad, en la organización de congresos y demás, pueda conseguirla. Se trata de recopilar, nada más y nada menos, lo que se haya podido hacer a lo largo de un mínimo de diecinueve años (lo habitual es contar con al menos tres tramos de investigación –tres sexenios-). En definitiva, la acreditación certifica no sé si la excelencia pero sí al menos un nivel riguroso y continuado de desempeño. Hoy en día, ya no es posible ser catedrático si no se es investigador. Sin embargo, los anteriores sistemas de selección explican que algo más del 30% de los actuales catedráticos no cuenten con todos los sexenios posibles, lo que difícilmente podría ocurrir entre los acreditados. No obstante, e incomprensiblemente, la ANECA ha acreditado como catedrático a alguna persona sin sexenios. El problema es quién puede reclamar ante este posible fraude. Por otro lado, y esto desmonta el argumento de Azúa, quien está acreditado no deberá su posible plaza a nadie en concreto (al señor feudal de turno).
La situación ha llegado a ser tan irracional que hoy en día resulta prácticamente imposible ser titular antes de los cuarenta años y catedrático antes de los cincuenta. Compárese esto con las edades en que consiguieron sus titularidades y cátedras quienes las obtuvieron antes de la existencia de la ANECA. También bastaría con ver a qué edades se suelen obtener las cátedras en las más prestigiosas universidades americanas (si bien es cierto que, como ejemplo a la contra, se podría citar el de Alemania).
En consecuencia, en lo que se refiere a la selección, algo hemos mejorado. Sin embargo, a mí me parece –y admito que me falta una sólida base empírica en la que apoyarme- que donde puede haber un funcionamiento más oscuro y trufado de clanes es en el terreno de la investigación. La concesión de las ayudas a los proyectos de investigación depende, en demasiadas ocasiones, de las conexiones que uno pueda tener con quienes las conceden –habitualmente catedráticos. Igualmente, los criterios para su concesión o rechazo pueden ser arbitrarios. Y la cosa no acaba aquí. Una vez concedida la investigación, no siempre está claro qué hace cada uno de los miembros del equipo investigador que la haya conseguido. Normalmente éste tiene por investigador principal a un catedrático –que es quien con su prestigio, del tipo que sea, puede facilitar la concesión de la ayuda-. De una investigación se desprenden publicaciones, las cuales podrían ser firmadas por quienes apenas han hecho algo. Y también puede suceder que algún miembro del equipo no publique nada. Solo así cabe explicarse la aparente contradicción que se podía observar en la concesión de un complemento retributivo que hasta hace unos años otorgaba la Comunidad de Madrid. Las puntuaciones de cada profesor eran públicas. Resultaba sorprendente ver cómo había gente que tenía el máximo de puntos en experiencia investigadora y que, pese a contar con antigüedad suficiente, no había obtenido ningún sexenio de investigación –el cual se consigue con al menos cinco publicaciones en revistas de cierto renombre científico-. ¿A qué se dedican estas personas que investigan pero no publican? Y, a su vez, puede haber profesores que publiquen sin haber recibido ninguna ayuda económica para la investigación –cosa más frecuente, supongo, en las humanidades que en el resto de los ámbitos académicos-.
Otro de los temas objeto de crítica es el de la docencia. A falta de un estudio científico sobre el tema, se desconoce el modo en que se enseña en las universidades españolas. Coincido con Félix de Azúa en que es posible que un profesor pueda hacer pasar sus absurdas peroratas –sobre Lola Flores, como él mismo aducía- como el conocimiento científico de su materia. Sin embargo, falta añadir el dato nada baladí de que, a cambio,  ha de aprobar a todos o casi todos sus estudiantes. Dice Azúa que los directores (él usa la palabra jefe) de departamento disfrutan poco menos que de un poder omnímodo. Aunque yo no llego a sus treinta años de experiencia en la universidad, he sido director de departamento durante ocho años. Una de las cosas que más me preocupó es que apenas sabemos qué enseñan nuestros profesores una vez que cierran las puertas de su aula. Y, cuando sabemos que hablan de Lola Flores, nada hay qué hacer, puesto que los estudiantes –lógicamente más interesados en la nota que en el saber- no dicen ni pío. Si no hay ninguna queja, el problema no existe. Creo que se podrá estar de acuerdo conmigo en que hablar de la Lola Flores de turno será más difícil en titulaciones con clara conexión con el mercado de trabajo, como puedan ser la medicina o las ingenierías -¿las carreras serias?-.
Al final, el estudiantado es la víctima de todo esto. La pregunta que uno se puede hacer es por qué los estudiantes no se rebelan frente a este estado de cosas. El estudiantado es, al fin y al cabo, una creación social, es lo que la institución educativa ha determinado que sea. Si, desde primaria, el oficio de alumno consiste en calentar un asiento, memorizar información y regurgitarla en exámenes, ¿qué se puede esperar de él cuando llegue a una universidad que tampoco tiene gran interés en un estudiantado activo y crítico?
Finalmente, el otro gran tema estelar ha sido el de la endogamia. Aquí el énfasis se pone en que los profesores jóvenes, los que acaban de leer su tesis doctoral, no sean contratados por la universidad en la que se formaron. Sin embargo, la endogamia también se podría reducir si llegaran a una universidad profesores procedentes de otras universidades y con una dilatada experiencia académica. Esto último es lo que sucede en países, como Inglaterra o los Estados Unidos, en los que algunas de sus más reputadas universidades compiten por contratar a los mejores profesores. A partir de aquí, cabe explicarse que un professor con más de veinte años de carrera exitosa pueda optar por irse de la Columbia de Nueva York a la californiana Stanford. En España las universidades pagan lo mismo a todos sus profesores de idéntica categoría y tampoco parece que tengamos una Columbia que compita con Stanford. Apunto la idea de que cabría la posibilidad de que, durante alguno de sus años sabáticos, nuestros profesores pudieran ser contratados como docentes en universidades de otros países. ¿Sería un profesor endogámico quien hubiera impartido clases durante un año en, por ejemplo, el Instituto Universitario de Florencia?
En un modelo tan uniforme como el español, pudiera ser que forzar a los más jóvenes a ser docentes en una universidad distinta a aquella en la que se formó se convirtiese en una suerte de exilio temporal que prolongaría el ya conocido fenómeno del guadalajarismo: doy clases en una universidad no muy lejana y sigo viviendo en el mismo sitio en el que estudié –al modo de los diputados cuneros-. El problema es que la España de las autopistas, de los trenes de alta velocidad y de los aeropuertos ha reducido las distancias de tal manera que Guadalajara ahora podría estar en Galicia –habría que preguntar en Ryanair-. En definitiva, la endogamia es un problema, sin duda. No obstante, no se podrá resolver mientras que previamente no se cambien otros aspectos sustantivos de la organización universitaria. La endogamia es, en todo caso, un epifenómeno.